Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de
Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no le conoció a él. 1 Juan 3:1.
“Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado
lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos
semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo aquel que tiene esta
esperanza en él, se purifica así mismo, así como él es puro”. 1 Juan 3:2.
En esta
escritura se describen los privilegios cristianos que, comparativamente,
comprenden sólo muy pocas personas.
Cada uno debería familiarizarse
con las bendiciones que Dios nos ha ofrecido en su Palabra. Nos ha dado
muchas promesas en cuanto a lo que hará por nosotros. Y todo eso que ha prometido es hecho posible por
el sacrificio de Cristo en favor de nosotros.
Juan el
Bautista dio testimonio de Aquel por medio de quien podemos
llegar a ser hijos e hijas de Dios... “Más a todos los que le recibieron, a los
que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”. Juan
1:12.
La
filiación divina no es algo que obtenemos por
nosotros mismos. Sólo a los que reciben a Cristo como su
Salvador se les da la facultad de llegar a ser hijos e hijas de Dios. El pecador no puede librarse del pecado por ningún poder inherente. Para el logro de este resultado, debe buscar un Poder
superior.
Juan exclamó: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el
pecado del mundo”. Juan 1:29. Sólo Cristo tiene
poder para limpiar el corazón.
El que busque
perdón y aceptación, sólo puede decir: “Nada traigo en mi
mano, sólo me aferro a la cruz”.
Pero la promesa
de filiación se brinda a todos los que “creen en su nombre”. Todo el que venga a Jesús con fe, recibirá perdón.
Tan pronto como
el penitente mira al Salvador para que lo ayude a volverse del pecado, el Espíritu Santo comienza su
obra transformadora en el corazón. “Más a todos los que le recibieron, les
dio poder de ser hechos hijos de Dios”.
Qué incentivo
para un esfuerzo mayor debe ser esto para todos los que están tratando de presentar la
esperanza del evangelio ante quienes aún están en las tinieblas del error. The Review and Herald, 3 de septiembre de 1903. [256]
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